Ágora 2.0

Blog del alumnado de Filosofia de la Universidad de Zaragoza

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LOS PRINCIPIOS DE LA FILOSOFÍA DEL DERECHO DE HEGEL

Posted by forseti4y9 en 25 enero 2011

(Siguiendo con la exposición de Hegel que hace Timmermans, traduzco su resumen de los Principios de la filosofía del derecho, donde destaca su análisis de la sociedad civil como un estadio en el que los intercambios no se producen por la cantidad de trabajo como sostiene Locke o Marx, ni tampoco por la utilidad como sostiene Hume o Walras, sino por la idea que nos hacemos de la importancia del intercambio, por la representación que nos hacemos.)

(También repasa la interpretación que se ha hecho de Hegel por diversos autores a cuenta de su concepción del Estado).

En la Enciclopedia de las ciencias filosóficas de Hegel, el desarrollo del Espíritu, que está apegado a la historia de los pueblos y culturas (Grecia antigua, Imperio romano, Antiguo régimen, Revolución francesa y Romanticismo), es denominado Espíritu Objetivo, es decir, el mundo creado por la historia de los hombres.

Sin embargo, ese mundo objetivo puede también ser encarado desde otro punto de vista, ya no en su evolución histórica sino a través de sus instituciones, de sus normas y códigos, que son como sedimentos dejados poco a poco por la historia.

Ese es el fin de los Principios de la filosofía del derecho, publicados en Berlín en 1821. Estos principios no se limitan por tanto a la institución del derecho o la jurisprudencia: abarcan todo lo que proviene del Espíritu Objetivo, desde concepciones morales a realidades económicas y sociales, desde la institución familiar hasta la política.

En concreto, se dividen en tres partes:

I. El derecho abstracto.

Trata de la voluntad inmediata de las personas, por ejemplo, la de hacerse con un bien. El derecho abstracto define contractualmente los bienes propios de cada uno, previendo las penas a infligir en caso de infracción.

II. La moralidad.

Pero toda voluntad no está ligada inmediatamente con los bienes: puede también orientarse en función de ciertos fines o valores. Es lo que Hegel llama moralidad.

III. La Sittlichkeit.

Sin embargo, el Espíritu Objetivo, las obras humanas, no se reducen ni a lo que los hombres quieren inmediatamente ni a lo que querrían querer.

De hecho, las costumbres, los usos, las maneras de vivir de un pueblo o una sociedad muestran qué es lo que realmente queda de la voluntad inmediata y particular de los unos y de los proyectos y valores universales de los otros.

Hegel aborda este conjunto de costumbres, hábitos y maneras de vivir en la tercera y última parte de los Principios de la filosofía del derecho, titulada Sittlichkeit (que significa literalmente la cualidad de lo que es acostumbrado, y se traduce a veces como vida ética o realidad moral, dada la preocupación que implica por una cierta forma de civilidad o bienestar).

  • La familia.

El primer momento de la Sittlichkeit es la familia. Es el medio donde se realiza instintivamente una tarea ancestral: conjugar lo femenino y lo masculino, la maternidad y la paternidad para asegurar lo mejor posible la transición desde el mundo interior de la infancia hacia el mundo exterior de la edad adulta.

  • La sociedad civil burguesa.

Pero donde Hegel realmente es innovador es en su descripción del segundo momento de la Sittlichkeit; el de la sociedad civil burguesa (bürgerliche Gesellschaft) y su lógica económica. Por sociedad civil burguesa hay que entender no una clase o grupo de personas particulares, sino toda sociedad cuyos miembros se preocupan sólo de satisfacer sus necesidades propias, es decir, vivir con seguridad, poseer ciertos bienes, llevar a cabo ciertos contactos e intercambios que no son sólo dictados por consideraciones de tipo económico sino también por la religión, la cultura, etc.

A decir verdad nuestra época moderna ya no conoce, prácticamente, más que sociedades de este tipo: como hemos perdido el sentido (griego) de la unidad inmediata entre las esferas pública y privada, son en primer lugar nuestros intereses particulares los que nos dictan nuestras maneras de interactuar.

Sin embargo, como se verá más adelante, esto no impide que algunas sociedades “modernas” vayan más lejos en su desarrollo para integrar el tercer y último momento de la Sittlichkeit, el del Estado.

Pero antes de llegar ahí, hay que subrayar la actualidad del cuadro que Hegel dibuja en la “sociedad civil burguesa”: gobernada no ya por el instinto sino por el entendimiento, se dedica perpetuamente a precisar, a diferenciar, a particularizar los medios para satisfacer las “necesidades” individuales. Pero en el mismo movimiento determina nuevas necesidades (de adquirir tales nuevos medios, de pasar por tal mediación), lo que relanza de nuevo el proceso de diferenciación, y así otra vez.

Vemos por tanto una “multiplicación y una especificación indeterminada” de necesidades. Ahora bien, cuantas más necesidades a satisfacer, más grande es el número de personas que se consideran insatisfechas en relación a un bien particular.

De ahí el crecimiento de la distancia entre “ricos” y “pobres”, una diferenciación de la sociedad en clases (Klasse) sociales, e incluso tendencias imperialistas o colonizadoras que tratan de buscar en el exterior lo que ha de satisfacer las necesidades internas.

¿Cuáles son las raíces profundas de esta mala dinámica? ¿Cómo se produce el hecho de que, para un conjunto de individuos, buscar la satisfacción de sus necesidades particulares entrañe normalmente una multiplicación inflacionista de esas necesidades, origen de desequilibrios que minan el interior de toda la sociedad?.

La respuesta a esta pregunta tiene que ver con la lógica económica de la sociedad civil burguesa, lógica que hay que entender en términos de en-sí, de seres-ahí y de para-sí. Fundamentalmente, Hegel remarca que la satisfacción (o no) de las necesidades no depende directamente de los seres-ahí que son por ejemplo tal necesidad inmediata, tal medio a mi disposición para satisfacerlo, o tal trabajo necesario para la obtención de ese medio; en realidad la facilidad con la cual una necesidad es satisfecha depende simplemente del precio a pagar para hacer eso. Ese precio a pagar, ese valor de cambio subsiste para-sí, independientemente de todos los seres-ahí que acaban de ser encarados.

Veamos más en concreto en qué el valor de cambio, cómo el precio de las cosas constituye para Hegel un ser para-sí.

¿Qué es lo que fija el valor de una cosa? Esquematizando un poco los retos económicos, se podría decir que entran en liza dos grandes factores: para unos (Locke en el Tratado del gobierno civil, Marx en El Capital) es sobre todo la cantidad de trabajo necesaria para la realización de esa cosa lo que fija su valor; para otros (Hume en Discursos políticos –Del Dinero, Walras en Elementos de economía política pura –sección 2, 10ª lección) es la utilidad de lo que es producido lo que fija su valor y lo que fija también, retroactivamente, el valor del trabajo que ha hecho falta para realizarlo.

Ahora bien, Hegel no da la razón ni a unos ni a otros. Para él, tanto utilidad como trabajo son nociones relativas, particulares, superadas por la universalidad de la lógica económica de la sociedad civil burguesa, es decir por el hecho de que todos nosotros buscamos satisfacer nuestros propios intereses. Esta es la realidad para-sí que subsiste independientemente de la variación y de la interacción de los seres-ahí que son las necesidades y los modos de producción. Todos nuestros comportamientos, todos nuestros esfuerzos, todo nuestro trabajo expresan la importancia que le damos a la satisfacción de tal o cual necesidad particular. Por tanto, están determinados por la necesidad universal de poder intercambiar un bien por otro, un trabajo por otro, etc., de manera que podamos satisfacer al máximo nuestras necesidades, incluso necesidades futuras que no imaginamos todavía.

Resulta por tanto que no tendremos en cuenta, al hacer los intercambios, ni la cantidad de trabajo producida ni la utilidad del bien en relación a tal o cual necesidad, sino la idea que nos hacemos de la importancia del intercambio, idea que depende ella misma de la idea o de la representación que nos hacemos del sistema de necesidades y de los medios para satisfacerlas.

La economía de la sociedad civil burguesa no es por tanto otra cosa que un sistema de representaciones. Sobrepasa el terreno de la simple gestión de bienes para alcanzar lo que tiene valor a los ojos de los individuos: posiciones sociales, informaciones, creencias, etc. Nada vale en sí mismo en esta lógica socio-económica; todo depende de la manera en la que el entendimiento concibe el circuito de medios y resultados. Todo depende por tanto de la importancia que la opinión acuerde a tal o cual mediación. En último término, la importancia no es satisfacer efectivamente una necesidad o poseer un bien, sino tener algo y conocer los signos.

Bajo este prisma, el análisis de Hegel se nos muestra particularmente visionario. Hoy en día, gozar de una buena “imagen”, tener acceso a algunas “informaciones”, dominar el sistema de “comunicaciones”, aporta más que la satisfacción concreta de tal o cual necesidad inmediata.

Los trabajos de más alto valor añadido son los que influyen profundamente sobre el sistema de representación de las necesidades. Si Hegel percibe ya esto, es porque disocia radicalmente, y por primera vez, el valor, de las necesidades y del trabajo. Mientras que el trabajo se ejerce sobre una cosa particular, sobre un ser-ahí determinado que debe en principio servir a la satisfacción de tal o cual necesidad, el valor de una cosa expresa la manera en la que se representa, y esto con tanta más exactitud cuando esta representación es compartida por todos.

La lógica económica de la sociedad civil burguesa implica por tanto la autonomía del valor o del dinero en relación al trabajo, en relación al mérito, e incluso en relación a los bienes. Y así se proyecta otra visión sobre el eterno debate acerca de las relaciones entre marxismo y hegelianismo.

Marx ha reprochado a menudo a Hegel el carácter abstracto e idealista de su filosofía, estimando que por su parte había puesto la dialéctica sobre sus pies. Para Marx, la lógica de la historia no es fundamentalmente espiritual, sino material: las religiones, las filosofías, las instituciones sociales no son más que “superestructuras ideológicas”.

La infraestructura, la verdadera realidad, consiste en la manera en la que las mercancías se fabrican y se intercambian, en la manera en la que se organizan las relaciones de producción.

Ciertamente, la economía capitalista ve el dinero como un fin en sí mismo, como algo que, en lugar de servir para la circulación de los bienes, utiliza esta circulación para aumentar su cantidad propia. Pero este proceso desemboca en la concentración de capital en pocas manos, lo que no puede acabar más que en una revolución proletaria. Esta revolución fundamentará la economía ya no sobre el dinero, sino sobre el trabajo de cada uno, trabajo que deberá el mismo corresponderse con las necesidades reales de los individuos.

Considerando nuestra historia contemporánea, se podría decir que, en cierto sentido, es Marx el que ha caído en “la ideología” y ha abandonado la tierra. Hegel por su parte se ha valido de su dialéctica para dar cuenta de una realidad que estimaba ineludible y que se nos impone hoy en día, a saber, que en el terreno de la gestión de las necesidades, la actitud “familiar” o “instintiva” no es suficiente: muy rápidamente el trabajo sobre los seres-ahí, sobre las realidades determinadas que son nuestras necesidades elementales y los medios a nuestra disposición, es propiamente negado, superado por el punto de vista del para-sí de la sociedad que confiere un valor autónomo a sus representaciones.

El individuo que cree querer una cosa, que cree necesitar un bien concreto, no es, de hecho más que el instrumento inconsciente de un sistema de representaciones, el engranaje de una lógica universal que persigue un algo objetivo a través de él.

  • El Estado.

Eso no significa que Hegel se regocije o esté satisfecho con ese estado de cosas. Pero la descripción que hace modifica profundamente la misión del Estado, tercer y último momento de la Sittlichkeit. Al contrario de lo que se hubiera podido pensar, este Estado no tendrá por objetivo satisfacer las necesidades de los individuos. Porque haciendo eso no haría más que adherirse, redoblar la lógica de la sociedad civil, condenándose a gestionar unos intercambios de los que no domina ni el valor ni el destino. Buscar, de manera artificiosa, convencional o intervencionista, modificar esta lógica, no serviría pues a nada.

De hecho, el Estado no se realiza como tal más que en el momento en el que los individuos aceptan –libremente- consentir en la lógica económica, en la racionalidad más amplia que los gobierna, ciertamente, pero que también les une por la vía de los intercambios. Si esta aceptación se hace con vistas a restaurar la función orgánica, viva, de la colectividad (a semejanza de la familia, cuyos diferentes miembros tienden siempre hacia un mismo fin), los individuos devienen entonces ciudadanos. Es decir que comprenden que la única manera de dar un contenido concreto, efectivo, a su libertad, es ponerse al servicio de la colectividad o del Estado.

Concretamente, una de las maneras de proceder es la de reunirse en corporaciones, organizando, protegiendo y desarrollando un tipo de oficio de manera que se le reconozca por la sociedad no como una función que se pueda reemplazar por otra, sino como un arte, una habilidad esencial de la colectividad, de la totalidad del Estado.

En el fondo, lo que Hegel nos invita a hacer para (re)valorizar un concreto tipo de actividad, de trabajo, o séase de bienes, no es actuar de manera intervencionista o voluntarista según la demanda o la oferta, sino reconsiderar la representación que se hace de ella: es actuando sobre la imagen que la sociedad tiene de sí misma (o de sus miembros), sobre la opinión sobre la que sucede un concreto tipo de comportamiento, como el Estado contribuirá a reevaluar todo lo que concurre al interés colectivo.

Dice Hegel: “En sí y para sí, la corporación no es una casta cerrada, más bien eleva la actividad profesional a un nivel moral superior y la hace entrar en un círculo donde esta gana fuerza y honor… En los Estados modernos, los individuos no tienen más que una parte limitada a los asuntos generales del Estado. Es sin embargo necesario asegurar al hombre, además de sus fines privados, una actividad universal. Es en la corporación donde encuentra la posibilidad de esta actividad universal que el Estado no le proporciona nunca”.

Tal concepción suscita, sin lugar a dudas, interpretaciones muy diversas. Por un lado, algunos de entre los primeros discípulos de Hegel (el pastor Philipp Marheineke, el historiador Friedrich Förster, el filósofo Hermann Hinrichs) han insistido sobre los valores “cristianos” de su filosofía, “patriotismo” y respeto de la razón de Estado.

En esta línea que, en su origen, no era por otra parte siempre tan “conservadora” como a veces se ha dicho, se han inscrito más tarde figuras francamente nacionalistas y autoritarias, como las del historiador Heinrich von Treitschke (1834-1896), la del general y teórico militar Friedrich von Bernhardi (1849-1930) o incluso la del filósofo Giovanni Gentile (1875-1944), que colaboró con el régimen fascista de Mussolini.

En 1945 el epistemólogo Karl Popper estimaba que esta línea saca a la luz los verdaderos frutos de la filosofía de Hegel, frutos detestables y peligrosos que contenían desde el principio los gusanos que los han echado a perder. Según Popper, todo el mal viene de que Hegel sólo le otorga razón a los hechos o a la historia, por tanto a la ley del más fuerte que justifica todos los extremismos.

El “historicismo” hegeliano sería la raíz común de todos los “tribalismos”, de todos los totalitarismos, sean de “derechas” o de “izquierdas”. Cuando se deja que sean “la historia” o “los hechos” los que determinen los valores de una sociedad, esta está a merced de no importa que alcaldada.

Pero acabamos de ver que, lejos de considerar los valores como segundos en relación a los “hechos”, Hegel estima al contrario que es el sistema de opiniones y de representaciones el que determina la lógica económica.

En cuanto al Estado, que tiene por misión actuar sobre esos valores y esas representaciones en el sentido del interés colectivo, no se corresponde al Estado autoritario de la época: Hegel sugiere instaurar una forma de monarquía constitucional, pero que sería superada luego para someterse al tribunal de todos los hombres. Es por lo que, al contrario que la tradición “autoritarista” que acaba de ser evocada, otros filósofos, a los que ya pronto se les llamó los “jóvenes hegelianos” (Ludwig Feuerbach, Bruno Bauer, Max Stirner) retomaron por su cuenta los aspectos “progresistas” de su sistema: relatividad de los valores “cristianos”, importancia de la libertad, del cambio, de la contradicción. Esta línea, en la cual se inscriben por supuesto también Marx y Engels, nunca ha reivindicado sin embargo una fidelidad absoluta a la filosofía de Hegel, llegando a veces incluso, para desmarcarse mejor, a alimentar la idea de que el hegelianismo reside en su relación servil al Estado (sobre todo, Rudolf Haym, cercano al partido nacional liberal).

Habrá que esperar al siglo XX, con filósofos como György Lukács (1885-1971) o Eric Weil (1904-1977) para que aparezca una filosofía política que reconozca más francamente su inspiración hegeliana.

Pero se sigue confundiendo el sentido profundo de su filosofía política. Hace algunos años, el filósofo Francis Fukuyama consideraba que la reciente caída de los sistemas comunistas había realizado el desarrollo previsto por Hegel –e incluso abocado al “fin de la historia”. La evolución de las instituciones políticas habría alcanzado su término, demostrando de una vez por todas la supremacía del Estado democrático liberal (en el sentido de “fundado sobre los ideales de las revoluciones francesa y americana) en relación con todas las demás formas de gobierno. Todos los problemas, todas las contradicciones, podrían en adelante resolverse en el marco del sistema económico y social que promueve la democracia liberal occidental.

Esta interpretación de Fukuyama no es sólo contraria a la filosofía de la historia de Hegel (el concepto de “fin de la historia” es extraño al espíritu y la letra de Hegel); también peca en lo esencial de su filosofía política.

El Estado según Hegel no tiene por finalidad garantizar el buen funcionamiento de un sistema económico. No se logra regulando todos los conflictos de interés que podrían surgir en este marco. Su principio es despertar a los individuos guiados por sus necesidades particulares hacia la conciencia del interés colectivo, o del universal. Esta conciencia no se reduce nunca a la institución que la encarna. Siempre en búsqueda, nunca adecuada, es, como dice Hegel, “relación infinitamente negativa a sí misma en su libertad”.

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