Ágora 2.0

Blog del alumnado de Filosofia de la Universidad de Zaragoza

A PROPÓSITO DE CASTORIADIS

Posted by forseti4y9 en 3 noviembre 2012

Guillermo Córdoba Vázquez.

Este comentario lo hice en febrero del 2009 como actividad complementaria para la asignatura de Teorías filosóficas de la ciudadanía.

Luego vinieron las revoluciones juveniles de la primavera árabe y del Occupy Wall Street o el 15 M, pero acaso nada ha cambiado, pues ahí está Cataluña y su recurso al soberanismo y demagogia más rancios  para atestiguarlo e incluso dar fe de ello (fe de esa de la que gastaba la Inquisición) con luz y taquígafros, pues lo que es leds y paquetes office aún no les han llegado a nuestros esos gobernantes.

UNA SOCIEDAD A LA DERIVA

“Y la normalidad es precisamente lo más espantoso de esta degradación infinita”. Este pensamiento del abrumado empresario del que nos habla Alfredo Bryce Echenique en su “En invierno es mejor un cuento triste”, podría ser extrapolado a la sociedad capitalista descrita por Cornelius Castoriadis en la entrevista titulada “Una sociedad a la deriva” (de 1993), recogida en el libro que bajo el mismo título recoge diferentes entrevistas y debates[1].

Señala Castoriadis que en las sociedades occidentales actuales prácticamente ha desaparecido todo conflicto, sea económico-social, político o “ideológico”. Asistimos, según este pensador al triunfo del imaginario capitalista “liberal” y a la desaparición del proyecto de autonomía individual y colectiva.

Desde que en los 80 se impusieron las políticas neoliberales de Thatcher y Reagan, se han impuesto sin provocar explosiones sociales la reducción de los salarios reales y altos niveles de desempleo.

El triunfo de este imaginario capitalista pasa por: centralidad de la economía, expansión indefinida y supuestamente racional de la producción, del consumo y del “tiempo libre” más o menos planificados y manipulados.

Toda la población participa de este imaginario, replegada sobre su esfera privada, donde se contenta con pan y espectáculos. La población se contenta con mantener el statu quo, una vez comprimida la cantidad general de miseria engendrada por la sociedad en el 15 o el 20% de la población “inferior”.

Ante esta situación, la única contención a la república capitalista es la de las sanciones del Código Penal. Y podemos preguntarnos porqué los jueces habrían de escapar a la corrupción general. Así, la ausencia de barreras de contención hace que los dirigentes piensen que todo les está permitido, con tal de que la audiencia televisiva no reacciones demasiado, en un panorama donde las tradicionales ideologías de “izquierda” y “derecha” se confunden.

Las ideas de acción humanitaria o de los derechos humanos no hacen sino esconder la miseria del vacío político. Según Castoriadis, hacer de esto la sustancia de toda política es aberrante. La gran política es superior a la ética, como podemos ejemplificar en hechos como los del Gulag, el de Bosnia o el de Somalia. Hay “decisiones políticas donde la ética no es más que un componente, muy pesado por cierto”.

Para Castoriadis, las “nacionalizaciones” no tienen nada que ver con el socialismo; y el instaurar una renta mínima para la población no es un acto filantrópico (alguien que se muere de hambre no puede ser un ciudadano). Estas decisiones no dejan de ser aplicaciones de las reglas del juego capitalistas y neoliberales, aunque las apliquen partidos llamados socialistas.

Un programa político de autogobierno de la sociedad sería la alternativa, y no parece que la sociedad esté dispuesta a ello, aunque no hay que renunciar a ello, pues cuando surgió el Mayo del 68 tampoco se le esperaba.

Esto es, hoy en día la sociedad no cree en la posibilidad de una sociedad autogobernada, pero si la sociedad cree, podrá, según el pensador francés de origen griego.

Sin embargo, hoy en día asistimos a una sociedad en decadencia, en descomposición. El polo subversivo ha sido engullido por el imaginario capitalista. Los ciudadanos se conforman con tener dinero, mercaderías y poder. Y para producción y consumo ya basta con el capitalismo.

En la sociedad capitalista reina la diversión, la distracción, el olvido, una vez perdidas las creencias políticas y la capacidad de crear nuevos valores. Es una sociedad del olvido: el olvido de la muerte, olvido del hecho de que la vida no tiene más sentido del que somos capaz de darle. Olvidamos que el sentido de nuestra vida individual y colectiva debemos crearlo nosotros mismos, que el sentido de nuestra vida no es trascendente sino que está en este bajo mundo.

Ante la mortalidad humana, hay dos respuestas posibles: buscar un sentido trascendental o comprender que si uno quiere vivir no puede vivir sin sentido. El significado de nuestra vida, si no queremos cerrar los ojos a la realidad, sólo puede pasar por aceptar que es nuestra propia actividad creadora la que debe dar sentido a la vida.

Me interesa resaltar la idea de que “la tarea de un hombre libre es saberse mortal y mantenerse de pie al borde de este abismo, en este caos desprovisto de sentido y en el cual hacemos emerger la significación”.

El problema es que la actividad dadora de forma y de sentido ha desaparecido con el capitalismo, que ha destruido todo sentido en el trabajo.

“Debemos devolver el sentido al hecho de trabajar, de producir, de crear, y también de participar en proyectos colectivos con los demás, de dirigirse a sí mismo individual y colectivamente, de decidir acerca de las orientaciones sociales”.

Esto es difícil, pues al haber aprendido que no hay sentido trascendente en la historia, la morosidad actual es una secuencia más o menos lógica.

La sociedad actual es un tiempo imaginario sin verdadera memoria y sin verdadero proyecto.

En la sociedad actual todo se pone en el mismo nivel de significación y de importancia, es una sopa homogénea donde todo está aplastado. Lo más trivial se une a lo más profundo. Es una época que tiende a la trivialidad.

En el artículo “Por qué ya no soy marxista”, Castoriadis reconoce que hay una enorme dificultad para mantener una actitud revolucionaria cuando uno ya no se respalda en un corpus teórico o supuestamente teórico. Pero el marxismo no deja de ser una teoría que es una fantasía mistificadora.

En cambio, propone mantener un proyecto revolucionario, que la gente se junte para compartirlo, sabiendo que no hay una teoría acabada, que no hay soberanía de lo teórico[2].

Rechaza el discurso dominante contestatario.

Su rechazo del marxismo se debe a que su teoría económica olvida “la lucha encarnizada en torno al rendimiento que se desarrolla en la industria cotidianamente”. Lucha que deja sin sentido el tratamiento que el marxismo da a la fuerza de trabajo como una mercancía, pues según Castoriadis la fuerza de trabajo no tiene ni valor de uso definido ni valor de cambio definido. Olvida la teoría marxista que durante la jornada laboral “cada gesto del obrero tiene dos fases, una que se conforma a las normas de producción impuestas, otra que las combate”.

Por otro lado, el marxismo olvida que el nivel de vida real de la clase trabajadora se ha elevado considerablemente desde hace 150 años, pues los mismos capitalistas entendieron que sin una expansión continua del mercado de bienes de consumo no puede haber expansión capitalista. Según el pensador francés de origen griego, hay una estabilidad del ritmo de aumento del ingreso real de los obreros. La idea de una “ley del aumento de la tasa de explotación” es un mito.

Denuncia que Marx se equivoca al suponer en el capitalismo una “baja tendencial de la tasa de beneficio” y un aumento de la tasa de explotación (al haber cada vez más máquinas y materias primas para una cantidad determinada de obreros); y aún suponiéndola, no ve que por ello deba dejar de existir en la sociedad socialista. Peor aún, en la sociedad socialista, al bajar el sobreproducto (ya no llamado beneficio), se pregunta sobre sus consecuencias.

Si no se elimina el factor tecnológico en Marx, el valor de la máquina debe calcularse según sus costos de producción; pero el progreso técnico se hace a saltos, por tanto, esta posibilidad no existe. No se puede establecer una medida del capital que tenga sentido a través del tiempo.

Por tanto, según Castoriadis, no hay una economía política establecida siguiendo el modelo de una ciencia físico-matemática. En economía no hay relaciones invariantes, parámetros constantes, que producen leyes.

Para Castoriadis, ser asalariado ya no es una situación de “clase”. “El único criterio de diferenciación dentro de la masa de los asalariados que sigue siendo pertinente para nosotros es su actitud con respecto al sistema establecido”. Salvo una pequeña minoría en la cima, toda la población está igualmente situada ante una perspectiva revolucionaria.

Castoriadis sigue confiando en un proyecto revolucionario, entendido como superación de la alienación que supone la heteronomía instituida como hecho histórico-social. Una sociedad autónoma no sometida a su pasado o a sus propias creaciones. Esa autonomía es algo más que la gestión colectiva o autogestión, es la autoinstitución permanente y explícita de la sociedad: la colectividad retoma y transforma sus instituciones; por ejemplo, reabsorber la función educativa por parte de la vida social (lo que implica transformaciones profundas en la organización y naturaleza del trabajo, en el hábitat, en el psiquismo de la gente…).

Mirando la historia Castoriadis ve que las sociedades siempre han encontrado una vida social coherente. Y no renuncia a que su proyecto de sociedad autónoma sea posible.

De hecho, otro de sus artículos se denomina “El proyecto de autonomía no es una utopía”[3]. Reclama, como ya hemos visto al inicio de este trabajo, abandonar la semiadhesión blanda de la población al capitalismo, que la población deje el coche-trabajo-televisor por una actitud de cambio hacia las instituciones.

Bajo la idea de Castoriadis subyace su triple distinción de la vida social considerada desde el punto de vista político. Una esfera privada, una esfera pública y una esfera público-privada (rechaza la idea de sociedad civil arendtiana, que mezcla las esferas privada y público-privada), lo que en términos griegos sería el oikos, la ekklesía y el ágora. En la oligarquía liberal, la esfera público-privada (la economía, el mercado) prevalece.

Para Castoriadis, la democracia sería que la esfera pública fuera realmente pública: que todos participen en los asuntos comunes, con instituciones que permitan la participación y la inciten, con igualdad política efectiva.

Si seguimos en el estado de atonía y despolitización, en el estado de privatización actual, de conformismo generalizado, con la televisión como medio de embrutecimiento colectivo, predice crisis mayores.

El derecho de injerencia que se atribuyen las sociedades occidentales es una hipocresía que se saca a la palestra sólo cuando interesa económicamente, dejando de lado atrocidades contra los derechos humanos. Sólo se injiere contra los pequeños ladrones y se deja en paz a los grandes gángsteres.

Esta idea que me recuerda a Diógenes el Cínico, quien viendo en cierta ocasión cómo los sacerdotes custodios del templo conducían a uno que había robado una vasija perteneciente al tesoro del templo, comentó: “Los ladrones grandes llevan preso al pequeño”.

A continuación expresaré alguna de reflexiones que Castoriadis me provoca, sin ánimo de ser exhaustivo en el comentario de las ideas antes expuestas. En general, estoy de acuerdo con su diagnóstico de la sociedad capitalista, con sus críticas, pero no estoy tan convencido de su proyecto alternativo.

Si Castoriadis escribía algunas de estas ideas en 1993 (la de los artículos “Una sociedad a la deriva” y “El proyecto de autonomía no es una utopía”; el artículo “Por qué ya no soy marxista” lo escribió en 1974), época de crisis económica en el capitalismo, parece incluso oportuno analizarlas en el escenario de crisis económica actual. Además, nada ha cambiado de entonces a esta parte en cuanto a la hipocresía de la sociedad occidental en cuanto a las guerras y violaciones de los derechos humanos. Es más, el pronóstico que hacía sobre Yugoslavia se cumplió, se sigue cumpliendo, y la hipocresía en el derecho de injerencia se muestra de manera palpable entre la actuación de la comunidad internacional en casos como el de Irak o el Congo.

Me resulta gratificante que afirme Castoriadis la primacía de la política sobre la ética. Creo que precisamente esto se debe a que se siente indignado por la falta de práctica del discurso occidental respecto a la defensa de los derechos humanos o de las acciones humanitarias, y pienso que este pensador reclama que se aplique el derecho de injerencia con todas sus consecuencias, pero no por motivos hipócritas, no por economía de mercado, sino por defensa de los valores de justicia e igualdad. Ante el Gulag o Bosnia no podemos tentarnos la ropa con el “no matarás” o el “no mentirás”. No se trataría, entiendo, de dejar de lado la ética, sino de subrayar lo necesario de la política.

Estoy de acuerdo con él en que el imaginario capitalista ha triunfado. Más si cabe en el escenario de economía globalizada al que hemos asistido desde la perestroika, desde las políticas económicas asiáticas e incluso desde el declive cubano.

La actual crisis económica mundial ha hecho que mediáticamente se haya sacado del cajón la obra de Marx, y se debata sobre la refundación del capitalismo (recordemos las declaraciones de Sarkozy con motivo de la reunión del G-20 en Washington a finales del año 2008), pero estoy con Castoriadis en que las nacionalizaciones (el presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos, Bernanke, dice esta semana que finalmente no se va a nacionalizar el Citigroup, como se había especulado) no son socialismo, como tampoco lo son las políticas sociales del Estado del Bienestar, que no hacen sino apuntalar el imaginario capitalista.

Estoy de acuerdo en que el consumismo y apatía de la sociedad actual es desconsolador, y en que a falta de futuros trascendentes la tarea del ciudadano ha de ser la de dotar de significación a su estancia en el bajo mundo, más allá de quedarse reducido al imperio del mercado.

El proyecto parecería efectivamente utópico, pues el imaginario capitalista lo ha cubierto todo, máxime en un escenario como el actual de derrumbe del sistema financiero internacional, dominado por los Estados y el mercado, y con los ciudadanos al margen del espacio público y temerosos de poder reformar las instituciones.

Su confianza en el proyecto de autonomía revolucionario creo que se enfrenta a serias dificultades cuando en el escenario actual de crisis económica y de corrupción la solución adoptada por los gobiernos capitalistas se dirige al reforzamiento de la regulación de los mercados, del Código Penal, a la inyección desaforada de liquidez al sistema bancario y al olvido momentáneo de las maquilladoras políticas de ayuda a la cooperación con los países menos desarrollados.

Pienso que efectivamente a esta apatía de los ciudadanos y las sociedades por ellos compuestas subyace el querer olvidar nuestra condición de mortales, siguiendo apegados a la pequeña inversión de nuestros ahorros y al miedo a no poder pagar la hipoteca o que llegue un corralito argentino.

El corto alcance de miras de la sociedad actual capitalista me parece que hace inviable el proyecto revolucionario de Castoriadis.

Sería estimulante pensar que es posible, que su proyecto no es utópico. Pero más bien atisbo que los cambios sólo podrán venir de la insurrección de la población que se halla en la miseria, aunque ciertamente el marxismo peque de olvidar las resistencias que la lucha de clases efectúa en la cotidianeidad de la jornada de trabajo o en la ausencia de proyecto económico futuro si se olvida el necesario progreso técnico.

El horizonte revolucionario requeriría de una subversión de los valores éticos individuales y de la actitud de la sociedad, que diera paso a la plasmación política del proyecto revolucionario de Castoriadis. O bien, si antes el huevo o la gallina, habrá de esperarse a otra revolución política de conjunto, so pretexto quizá del mismo hastío de la marginalización que el capitalismo infligiría a capas cada vez más amplias de la población, y sólo después del movimiento colectivo acontecería la transformación del individuo.

Confieso mi incredulidad en la revolución proclamada por Castoriadis, y me temo estar más cercano al pensamiento que le atribuye a Marcuse de luchas revolucionarias condenadas a permanecer minoritarias. Acaso a ser asimiladas por el imaginario capitalista y por ello silenciadas por un tiempo.

Por ejemplificar mi pensamiento con el tema de la ecología, me temo que está más cerca la destrucción del ecosistema que un replanteamiento interesado del capitalismo de su voracidad para con el planeta.

En todo caso, igual que Roma cayó, quizá el futuro nos depare una sociedad ultra tecnificada de ciencia ficción con un gobierno mundial democrático, donde el ágora tenga su espacio virtual. Pero esto, de suceder, no se hará sin política, sin toma del poder de las instituciones. Una ética por sí sola no podrá organizar la sociedad, aunque le sea imprescindible para que no haya una degradación infinita bryceniana ni sociedad capitalista a la deriva.

A día de hoy, la normalidad sigue siendo la degradación infinita, la deriva. Y no creo (Castoriadis tampoco lo creería) que el capitalismo le entregue, sin ambición política alguna, la llave herrumbrosa de la ciudad de Lima al Rey de España, sea este quien sea.

Zaragoza, 27 de febrero de 2009


[1] CASTORIADIS, C., Una sociedad a la deriva, Katz, Buenos Aires, 2006.

[2] Ibib, p 52.

[3] Ibid, p.19.

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